miércoles, 28 de mayo de 2014

Mendoza: El Ejercito y la represion ilegal, malas compañias

El 21 de mayo, en dependencias de la VIII Brigada de Infantería de Comunicaciones, se realizó una de las cuatro inspecciones oculares estipuladas por el Tribunal Oral Federal 1, en el marco del megajuicio por delitos de lesa humanidad. Está probado que entre 1975 y fines de 1976 se desplegó allí un centro clandestino de detención, con personal e infraestructura militar destinados a la aplicación sistemática de torturas a decenas de personas prisioneras.

Por: Sebastián Moro - Fotos: Axel Lloret
Asistentes al reconocimiento junto a los sobrevivientes en el edificio donde eran torturados. Allí funcionó la radioestación de Comunicaciones.

Se estima que fueron más de un centenar los detenidos durante el funcionamiento pleno de dos de las tres cuadras de Comunicaciones que se ocuparon para tal fin, y que hubo al menos seis mujeres ilegalmente detenidas en otra área del predio de la también llamada “Compañía de Comunicaciones de Montaña VIII”. Se considera que ese campo de concentración era un punto de detención y “ablandamiento” masivo similar al que funcionó en el Liceo Militar. Por allí pasaron contingentes de militantes y referentes, de amplio reconocimiento social y exposición pública, en los meses cercanos al golpe de Estado y antes de ser “legalizados”, puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y trasladados a la Penitenciaría Provincial en algunos casos. El grueso de las personas que pasaron por Comunicaciones concluyeron sus presidios años después en la Unidad 9 de La Plata, luego del masivo y cruento traslado del 27 de septiembre de 1976 en el avión Hércules.

Los aportes de los sobrevivientes Gaitán, Guidone, Tagarelli y Toledo permitieron establecer los emplazamientos de los antiguos pabellones, la existencia de un edificio que funcionó como lugar de torturas y un amplio abanico de implicados, tanto civiles como militares.

El mayor centro clandestino del Ejército en Mendoza es comparable con el D2, su correlato de la Policía Provincial, tanto por el número de víctimas como por el grado de violencia aplicado. Desde hace décadas las denuncias, investigaciones y causas elevadas han dado cuenta del terror que allí se vivió: secuestros, aislamiento, tabicamiento, golpizas, torturas e incluso desapariciones, como es el caso de Luis Moriña Young, visto por última vez con vida por sus compañeros en ese predio militar. Lo que los juicios permiten es ampliar responsabilidades por violaciones a los derechos humanos, redimensionar hechos aberrantes no del todo visibilizados, y redefinir el nivel articulador y estructural que tenían los militares en la represión ilegal. El recorrido del pasado miércoles permitió profundizar esas líneas de investigación; de ahí su carácter histórico, al igual que el de cada una de las recientes inspecciones realizadas.

Oscar Guidone, Mario Gaitán, la secretaria Natalia Suárez, la fiscal Patricia Santoni y el juez Raúl Fourcade.

A este cuarto juicio llegaron imputados nueve exmilitares, tres de los cuales fueron apartados por motivos de salud. Se trata de Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo del Ejército; Enrique Gómez Saá, uno de los jefes de Inteligencia en Mendoza, y el exoficial Roberto Montes Salvarrey. De los finalmente acusados, Ramón Ángel Puebla, Paulino Enrique Furió y Dardo Migno, respectiva y jerárquicamente jefe, jefe de Inteligencia y jefe del Lugar de Reunión de Detenidos (LRD, es decir el centro clandestino) de Comunicaciones ya han sido condenados por otros hechos en los juicios anteriores. El cuarto acusado, en cambio, sí afronta un proceso por primera vez. Es el exenlace militar José Antonio Fuertes, conocido como “el represor al que se le perdió un prisionero”. Se trata de Santiago José Illa, desaparecido desde el 12 mayo de 1976, cuando Fuertes lo trasladó desde la Penitenciaría al Liceo Militar. En una indagatoria, el acusado ratificó que la firma de la entrega de Illa era suya; sin embargo, no pudo justificar su desaparición “a menos que el prisionero se haya escapado”. Los cuatro están acusados por conformar una asociación ilícita que, tras privar a Illia de su libertad, ejecutó su homicidio. Pero no son los únicos. Carlos Horacio Tragant y Pablo Antonio Tradi, exmilitares “de carrera”, también están acusados por este caso paradigmático respecto de las responsabilidades castrenses. Tragant era el director del Liceo Militar y Tradi, uno de sus hombres de confianza. Ambos permanecen detenidos en Marcos Paz, Córdoba.

Entre personal militar y de Justicia, fiscales, querellantes, defensores, víctimas del terrorismo de Estado y periodistas, alrededor de 40 personas hicieron el recorrido de reconocimiento del predio militar ubicado en el Parque San Martín a la altura de la Avenida Lencinas, vía de acceso a la UNCUYO. El ingreso se realizó por la transitada avenida Boulogne Sur Mer y, si bien el trayecto contó con cierta rigurosidad formal por parte de la recepción militar, la delegación al mando del general de Brigada Ocampo acompañó correctamente las inquietudes del grupo. Fue el doctor Raúl Fourcade, uno de los jueces del Tribunal, quien condujo la inspección; facilitó y dio lugar en todo momento a las expresiones de las víctimas, y de las abogadas y abogados de las partes.

Daniel Tagarelli, Luis Toledo, Mario Gaitán y Oscar Guidone dieron testimonio de las vejaciones a las que fueron sometidos, entre otros puntos de detención, en el centro clandestino que funcionó desde antes del golpe de Estado en Comunicaciones. Todos permanecieron por meses, aunque en distintos lapsos, entre fines de 1975 y septiembre de 1976, en los “barracones”. Según se pudo determinar en la inspección, estos ocupaban un área similar a una cancha de fútbol y se ubicaban aproximadamente hacia el centro del predio, entre algunos edificios de la época aún en pie. A instancias del magistrado, la reconstrucción de lo vivido terminó siendo una experiencia colectiva entre los compañeros, con recuerdos y precisiones que surgían en distintos puntos del recorrido, con el contingente en círculo o caminando, mientras trataban de comprender el alcance de lo que casi de manera naturalizada se mencionaba como “aparato organizado de poder para asegurar el terrorismo de Estado”.

Así lo describieron los sobrevivientes, como “algo muy parecido a un campo de concentración nazi”, con decenas de prisioneros en cuadras militares que albergaban a 60 personas distribuidas en cuchetas, con un área “libre” entre dos cuadras, perimetrada con alambre de púas y soldados apostados permanentemente con ametralladoras. Los pabellones tenían un largo de 50 metros y estaban dispuestos de norte a sur, sobre una elevación de “unos diez escalones, aunque más baja hacia la cuadra del medio, siempre ocupada por detenidos”. En cada uno de los extremos de los pabellones estaban los baños y la oficina de guardia, primer lugar de “ablande” antes de las sesiones de torturas extremas. A la salida de la cuadra central estaban, a un lado, la oficina del teniente Dardo Migno, reconocido jefe del centro clandestino; del otro lado, una habitación que funcionaba a modo de recepción de los detenidos que llegaban de otros centros o provenientes de nuevos operativos de secuestros, y como lugar de espera para los prisioneros que serían torturados. Ese punto consistía en un sitio aislado en el interior del predio, a unos 100 metros hacia el noroeste, próximo a la Avenida Lencinas. Era la Central de Radiocomunicaciones, contenía equipamiento y el edificio, que aún existe, fue reconocido por Gaitán y Toledo.

Si bien las víctimas eran vendadas cuando las llevaban a la tortura en jeeps y camiones del Ejército, todos pudieron reconocer a alguno de los represores, por descuidos en los procedimientos y por la cotidianidad con que se movían en la cuadra. Así, el suboficial Peralta era el principal guardia, al punto de vivir con su familia en el predio. También salieron los nombres del sargento Pagella, del oficial Largacha, y de los suboficiales Cabañas y Robles, algunos de ellos mencionados en juicios previos. Se reiteró puntualmente que, en varias oportunidades, Migno y Peralta condujeron y encapucharon a detenidos hasta la entrada de la sala de torturas. También señalaron la presencia de “El Porteño”, perverso personaje que aparece en la mayoría de los relatos como el conductor de los interrogatorios con torturas, tanto en el D2 como en la Brigada y en el Penal.


Las pruebas vivientes

Daniel Tagarelli fue detenido el 22 de noviembre de 1975 y enviado al D2. A principios de diciembre fue trasladado junto a un grupo numeroso en camiones del Ejército a Comunicaciones. Contó que llegó “en tal estado lamentable del D2 que fui asistido por soldados para poder comer”. El primer interrogatorio “fue político, sin violencia”. Lo hizo un capitán quien, por el tenor de sus preguntas y la expresión “Nosotros ya vamos a llegar”, dio al detenido la pauta de un plan exhaustivamente diseñado. “Somos una prueba viviente de que todo estuvo preparado de antes. Y de que nuestro compañero Luis Moriña Young –actualmente desaparecido– fue visto con vida en este lugar”, dijo Tagarelli. Agregó que las torturas eran periódicas, que los colgaban boca abajo de un palo y que “hasta que quedamos a disposición del PEN y aparecimos legalizados en la cárcel, acá estábamos de regalito”.

Además de resaltar la solidaridad que existía entre los compañeros detenidos, Daniel refirió dos situaciones que vivió como particularmente traumáticas: el encuentro por cinco minutos, vendados y esposados, que tuvo con su novia Silvia Mícoli, detenida en la dependencia militar a instancias de un sargento; y el simulacro de fusilamiento masivo al que sometieron a toda la cuadra “una noche frente al murallón por orden de la Comandancia”. “Ustedes van a ser fusilados en nombre de la Patria” recordó. Y el “¡Apunten, fuego!”. Y los disparos al aire.

Luis Toledo y Daniel Tagarelli (de espaldas) a pasos de donde estuvieron detenidos y fueron torturados.

Luis Toledo fue detenido los días inmediatos al golpe de Estado y trasladado hasta fines de abril al Liceo Militar. Ya en Comunicaciones, evocó un discurso que Migno, “que venía de Tucumán”, dio a los prisioneros “para envalentonar a su tropa”: “Nos dijo que acá no iba a pasar lo mismo que en Trelew donde hubo sobrevivientes, que nos iban a matar a todos”. Entre otros datos, Toledo aportó que vio a Reynaldo Puebla –a quien habían secuestrado de su casa y “estaba perdido, nadie sabía dónde lo tenían”– por la ventana de un edificio, fuertemente torturado. También narró que en el predio había compañeras detenidas en lo que se conoce como el “Casino”: “Un día desde el alambrado vi a Betty García, que me saludó como diciendo 'Me voy, Luis'”. Luego, la señora Vilma Rupolo me confirma que habían sido varias”.

A Luis sigue sorprendiéndolo la fluidez e impunidad con la que los militares se manejaban en un sitio donde, además, decenas de jóvenes hacían la conscripción: “A la noche vigilaban el perímetro desde autos Fiat 125. Había civiles, había personal armado, había mucho movimiento”, señaló.

Oscar Guidone fue secuestrado el 2 de junio de la casa de sus padres en un operativo de enorme despliegue, con más de 30 uniformados y dos camiones en escena. A su ingreso, consideró en 150 el número de detenidos. “Parecía que marcaban tarjeta los torturadores, de ocho de la mañana a ocho de la noche, era el calvario para nosotros”, dijo, y se explayó sobre los “tres modos de tortura” de los que fue víctima. En el primero fue colgado durante cuatro horas y sometido a todo tipo de apremios, no le realizaron preguntas y el maltrato derivó en la extracción de su bazo en el Hospital Militar. En el segundo volvió a perder el conocimiento, pero “fue peor todavía, picana y más picana sobre una mesa de ping pong, tiros por arriba de mi cuerpo, gritos de un compañero torturado al lado y el 'Porteño' diciendo 'Dale manija al máximo'”. “Llega un punto en que el cuerpo ya no siente pero la cabeza sigue funcionando”, completó al describir que en esa sesión, por la contracción muscular, se cortaron las cadenas que sujetaban sus manos y pies. La última sesión fue más leve y la realizó “gente de mayor edad”.

Oscar se casó en esa situación de ilegalidad en la capilla de la Brigada. Su novia de entonces estaba embarazada y él aceptó ante la disyuntiva familiar. El 21 de septiembre de 1976, luego de una semana de convalecencia por las torturas recibidas, Migno lo condujo con el padre Rafael Rey, capellán militar, “confesor” de los detenidos, y testigo ineludible sobre lo que sucedía en ese centro clandestino. Dijo la víctima: “Monseñor Rey es absolutamente testigo y sabedor de todas estas cosas, de la cantidad de gente que torturaron, sacaron e incluso mataron aquí. Acá torturaban muy mal y él lo sabe”.

“Puedo afirmar, señor juez, que aquí funcionaba la Radioestación de Comunicaciones como lugar de torturas. Recuerdo que me traía Migno y había autos estacionados. Veíamos pasar autos por esa calle lateral que da a la cancha de Gimnasia y Esgrima. Era ideal para las prácticas de torturas porque estaba aislado del resto de las estructuras edilicias, lo único contiguo era una cancha de fútbol”, dijo Mario Gaitán sobre el final del recorrido, una vez que el contingente encontró el sitio buscado. Desde el principio, Gaitán se había mostrado mejor orientado con respecto a las disposiciones espaciales del predio. Había sido trasladado allí a principios de julio de 1976, luego de 40 días en el D2. Su compañero Toledo lo respaldó mientras indicaba una pared de la sala: “Ahí vi a Migno, a Pagella y al 'Porteño'”. Ese cielo raso no existía. Por arriba, desde la juntura de las dos alas del techo nos colgaban y levantaban para torturarnos”. En una de esas sesiones, a Mario Gaitán le fisuraron las costillas.

Vista lateral del sitio de torturas. Hacia el norte está a 40 metros la calle Lencinas. Gaitán pudo ver y oír vehículos cada vez que lo dirigieron a la tortura.(mendoza1)

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