Yo estaba como muerta pero con los ojos abiertos”
De los seis testimonios que hubo en la única audiencia semanal del megajuicio por delitos de lesa humanidad, tres fueron de víctimas directas del terrorismo de Estado. Entre ellos sobresalió el de Norma Arenas, detenida entre noviembre de 1.976 y abril de 1.977, porque fue la primera vez que expuso oral y públicamente los gravísimos hechos que determinaron su vida y la de su familia, proveniente de Rivadavia. En su relato, el D2 y los policías que sirvieron al genocidio fueron dimensionados como “infrahumanos”. Emoción ante el descubrimiento de un desconocido habeas corpus tramitado por su madre.
“Has estado en mi vida todos estos años” le dijo la sobreviviente Norma Graciela Arenas a Miguel Ángel Rodríguez, también víctima del terrorismo de Estado, en el interín entre las respectivas testimoniales que aportaron en la audiencia de ayer. “Vos también, nunca te olvidé”, le respondió su compañero. Ambos compartieron tramos de detención entre fines de 1.976 y principios de 1.977 en el D2 y en la Penitenciaria Provincial y no se habían vuelto a ver en 38 años. Fueron dos de los seis testigos que imprimieron ritmo y emoción al único debate semanal y establecieron precisiones en relación al homicidio de Osvaldo Sabino Rosales y la desaparición de Ricardo Alberto González, luego de un operativo en la vivienda que compartían en la clandestinidad en Dorrego, el 16 de enero de 1.977.
En particular el relato de Arenas resultó muy revelador y vívido del horror que sufrió, dado que se trató de su primera testimonial a pesar de que el deceso del acusado ex juez Gabriel Guzzo dejó a su causa sin imputados. “Soy una mujer a punto de cumplir 60 años y estoy sentada aquí para reconstruir la historia de una joven que tenía 21 años el día de su detención”, señaló claramente al sentarse ante el Tribunal.
Oriunda de Rivadavia, Norma se había ido a estudiar a la Universidad Nacional de La Plata pero retornó en 1.975 porque “las cosas se pusieron muy difíciles” luego del asesinato por grupos de tareas de quien fue su compañero en aquella ciudad. Se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras y se instaló en una pensión sobre calle Rufino Ortega esquina Huarpes de la Ciudad de Mendoza. Su padre era capataz de la Bodega Gargantini en el este de la provincia y mantenía permanente contacto telefónico con su familia. Recordó a varias personas de sus ámbitos que sufrieron persecuciones a partir del golpe de Estado, como Mario Díaz que había sido vecino y compañero suyo en la escuela, y a Alicia Peña, Rubén Rizzi y Susana Saldillo en Filosofía, carrera que pudo completar en democracia como profesora de Letras y magister en Ciencias del Lenguaje.
Hacia abril de 1.976 integraba el “Movimiento Azul y Blanco” dentro de la Juventud Universitaria Peronista. Una tarde se citó con su compañera Mónica Cerutti, ambas muy preocupadas por las desapariciones que venían sucediéndose. Al percibir que eran vigiladas decidieron separarse y al llegar a inmediaciones de la plaza España, Norma confirmó que dos policías andaban tras ella por lo cual se escondió durante horas en una obra en construcción. El episodio no es menor porque meses después, tras una violentísima sesión de torturas en el D2, reconocería a uno de los individuos.
La mañana del 23 de noviembre de 1.976 fue interceptada en calle Paso de Los Andes cuando se dirigía a la Facultad. Dos policías de civil hicieron explícita la inteligencia previa dado que pronunciaron su nombre antes de exigirle el documento. Otros dos la tomaron de atrás y la subieron a una Rural 125 color crema. Tuvo la sensación que el área había sido despejada ya que no se veía un alma en la calle. Al cruzar los portones del parque San Martín le arrancaron una medalla, la tabicaron y amenazaron con que iba a pasar mucho tiempo en Papagayos.
La ingresaron al D2 por el estacionamiento y la forcejearon para tirarla “al sótano con la cabeza o con los pies”. Abajo “había otras presencias” y alguien dijo “la trajeron”. La desnudaron a tirones, la acostaron en un camastro, ataron sus piernas y un “doctor” le tomó la presión. El interrogatorio incluyó la aplicación de electricidad sobre “la vagina, los pechos, los pezones y la boca”. Además del médico -que ante su desmayo indicó: “basta que esta pendeja se les va”- percibió la presencia de “Mechón Blanco”, de “alguna autoridad a quien le decían señor” y de uno de sus perseguidores en la cita de abril. “Esta pendeja es la que se me escapó”, dijo entonces el agente. Ella comenzó a gritar por el pánico y al taparle la boca le mordió la mano, dejándole los dientes marcados. Entonces el torturador intentó ahorcarla con un cinturón o una soga. Explicó Norma: “Ellos gozaban con ese sadismo, mucho de lo que preguntaban no tenía que ver con lo político sino con lo sexual y otras depravaciones”.
Luego la subieron a una celda y la amordazaron con un trapo sanguinolento que la hacía babear, la maniataron y tiraron a un colchón boca abajo, siempre con la vista tapada. Las condiciones de indefensión eran absolutas, los guardias entraban y la molían a patadas y bamboleaban su cabeza contra las paredes. También refirió el manoseo en el área de baños de parte de uno de los represores, joven y rubio, luego de que se quiso suicidar tomando agua del inodoro tras la picana. Por la noche sintió la “vocecita de alguien en el calabozo de al lado” que la tranquilizó y le dijo que no estaba sola. Al otro día arreciaron los castigos y así le hicieron firmar unos cuantos papeles.
Tiempo después le quitaron las ataduras y el trapo y pudo ver a Laura Marchevsky y Rubén Rizzi en su paso fugaz por el D2. Entonces se quedaron solas con Rosa del Carmen Gómez, a quien “Mechón Blanco” encerró una noche en una celda contigua a la suya para abusarla. Días después el centro clandestino “se llenó de pronto” y llegaron Ciro Jorge Becerra, Alfredo Hervida, Oscar Enrique Krizizanovsky y Miguel Ángel Rodríguez, “todos en muy mal estado” porque “se los llevaban a la noche y los traían medio muertos”. Ella estaba en la celda 4 y Rodríguez en la de enfrente, por eso grabó su mirada a través de la mirilla ya que se comunicaban por lenguaje de señas. También recordó su respiración como “estertores de la muerte”. La tortura psicológica tampoco les fue escatimada: Rodríguez vivía perturbado por la amenaza constante de que los “iban a tirar a todos al Carrizal”, en tanto que a Norma le hacían la macabra descripción de su padre y cómo iban a torturarlo.
El “punto límite” del horror experimentado por Norma fue cercano a la navidad de 1.976. Una mañana reconoció la voz de su hermano entre la de otros prisioneros. Explicó: “Es indescriptible saber que un ser querido está pasando por eso”. Ante su desesperación aparecieron “Mechón Blanco” con otro y con el “rubio que se hacía el simpático”. Luego de golpear su cabeza contra las paredes él le dijo: “Se acabó la señorita, salí, ahora voy a hacer lo que se me dé las ganas con vos, vos sos nada, sos como un perro”. Con el llanto quebrado por el horror, Norma recordó el “gesto inolvidable de Jorge Becerra”, que entonces comenzó a gritar y patear para llamar la atención del acosador. La paliza a continuación para ambos fue tremenda pero ella considera ese acto como algo muy humano en medio del infierno”.
Jorge Becerra sufría convulsiones porque era epiléptico y tenía una pierna enyesada. Miguel Ángel Rodríguez refirió cómo se ensañaron con él y confirmó los castigos generalizados para navidad, y en particular el episodio contra él y Norma. Dijo ella en relación a las “situaciones espantosas” de Jorge y de su hermano, a quien tuvieron secuestrado durante 24 horas: “Sentía como que me estaba ahogando en una pileta llena de sangre, lo que estaba viviendo no era verdad, yo estaba como muerta pero con los ojos abiertos. Ese era el infierno que vivió ese grupo humano. A Isabel Nuñez -oriunda de General Alvear- la tuvieron encerrada con su beba de pocos días y no podía amamantarla por las torturas. La leche se le había cortado. Esta gente mal entrazada, sucios y olorosos, no tuvieron límites ni con una mujer que acababa de parir y su beba que lloraba de hambre”.
Norma Graciela Arenas sobre los límites del horror en el D2, la detención de su hermano y el gesto de Jorge Becerra, 28 de octubre de 2.014. Emitido en “Tan Gente”.
La Navidad de Oyarzábal y la resistencia de una familia
ngares2La familia de Arenas supo de su desaparición por quienes vivían en la pensión de calle Rufino Ortega. Por parientes de Elbio Belardinelli, otro rivadaviense que había sido secuestrado con anterioridad, supieron que estaba recluida en el D2. Su madre, “una ama de casa que apenas sabía leer y escribir y de golpe se encontró con esa situación tan superadora”, pudo verla recién un mes después del secuestro, en fechas próximas a las fiestas de fin de año. La familia fue conducida al D2 por Manuel Di Lorenzo, un tío adinerado de Rivadavia. En el ingreso al Palacio Policial el tío se cruzó con el subjefe del D2, Juan Agustín Oyarzábal, que también vivía en el departamento esteño, y les prometió una visita para Navidad. Antes, en la Guardia, el policía que los atendió “se tocó los genitales y sacó el arma como incitándolos a que se atrevieran hacer algo”.
La visita “otorgada” por Oyarzábal fue “muy fugaz” y traumática. Recordó que estaba “muy adelgazada, sucia y desgreñada por las condiciones infrahumanas” y que su madre recibió su ropa ensangrentada. Las mujeres fueron sentadas en escritorios enfrentados mientras dos policías a cada lado les apuntaban. Cuando la mamá descubrió la marca que tenía en el cuello por el intento de ahorcamiento al que fue sometida, estalló en gritos. En tanto, los policías se burlaban del padre porque padecía sordera. Con los años, Norma supo que en retribución de aquel “favor”, su tío obsequiaba una caja de vino cada fin de semana a Oyarzábal. Esto duró años.
Respecto al secuestro de su hermano mayor, la víctima reconstruyó que estudiaba en La Plata y trabajaba en la Petroquímica Mosconi. Al desaparecer ella, retornó a Mendoza. Un grupo de tareas lo capturó en la casa familiar en Rivadavia, tras golpearlo en su habitación ante la desesperación de su madre y el “gesto de amor” del hermano más pequeño, de 15 años, que pidió a los represores que se lo llevaran a él. El perro de la familia fue a buscar al padre que apareció corriendo y arrojó un hacha al móvil con los secuestradores “porque no podía perder más hijos”.
Fue su madre, Bernarda Velásquez, la que hizo todas las averiguaciones posibles por su destino. Ni siquiera se amilanó cuando en vísperas de Navidad casi fue arrestada por el general Maradona en el Comando de Comunicaciones de Montaña, luego de golpear la mesa ante las mentiras del militar. Uno de los momentos más fuertes del testimonio de Norma fue cuando el fiscal Daniel Rodríguez Infante le hizo reconocer la firma de su madre en un habeas corpus presentado hace 38 años. “¡Qué orgullo me da mi madre! Pensé que no lo había podido hacer”, dijo sorprendida. Y agregó que “esas prácticas que parecen habituales son sumamente complejas para quienes estamos afuera del Poder Judicial”.
De los seis testimonios que hubo en la única audiencia semanal del megajuicio por delitos de lesa humanidad, tres fueron de víctimas directas del terrorismo de Estado. Entre ellos sobresalió el de Norma Arenas, detenida entre noviembre de 1.976 y abril de 1.977, porque fue la primera vez que expuso oral y públicamente los gravísimos hechos que determinaron su vida y la de su familia, proveniente de Rivadavia. En su relato, el D2 y los policías que sirvieron al genocidio fueron dimensionados como “infrahumanos”. Emoción ante el descubrimiento de un desconocido habeas corpus tramitado por su madre.
“Has estado en mi vida todos estos años” le dijo la sobreviviente Norma Graciela Arenas a Miguel Ángel Rodríguez, también víctima del terrorismo de Estado, en el interín entre las respectivas testimoniales que aportaron en la audiencia de ayer. “Vos también, nunca te olvidé”, le respondió su compañero. Ambos compartieron tramos de detención entre fines de 1.976 y principios de 1.977 en el D2 y en la Penitenciaria Provincial y no se habían vuelto a ver en 38 años. Fueron dos de los seis testigos que imprimieron ritmo y emoción al único debate semanal y establecieron precisiones en relación al homicidio de Osvaldo Sabino Rosales y la desaparición de Ricardo Alberto González, luego de un operativo en la vivienda que compartían en la clandestinidad en Dorrego, el 16 de enero de 1.977.
En particular el relato de Arenas resultó muy revelador y vívido del horror que sufrió, dado que se trató de su primera testimonial a pesar de que el deceso del acusado ex juez Gabriel Guzzo dejó a su causa sin imputados. “Soy una mujer a punto de cumplir 60 años y estoy sentada aquí para reconstruir la historia de una joven que tenía 21 años el día de su detención”, señaló claramente al sentarse ante el Tribunal.
Oriunda de Rivadavia, Norma se había ido a estudiar a la Universidad Nacional de La Plata pero retornó en 1.975 porque “las cosas se pusieron muy difíciles” luego del asesinato por grupos de tareas de quien fue su compañero en aquella ciudad. Se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras y se instaló en una pensión sobre calle Rufino Ortega esquina Huarpes de la Ciudad de Mendoza. Su padre era capataz de la Bodega Gargantini en el este de la provincia y mantenía permanente contacto telefónico con su familia. Recordó a varias personas de sus ámbitos que sufrieron persecuciones a partir del golpe de Estado, como Mario Díaz que había sido vecino y compañero suyo en la escuela, y a Alicia Peña, Rubén Rizzi y Susana Saldillo en Filosofía, carrera que pudo completar en democracia como profesora de Letras y magister en Ciencias del Lenguaje.
Hacia abril de 1.976 integraba el “Movimiento Azul y Blanco” dentro de la Juventud Universitaria Peronista. Una tarde se citó con su compañera Mónica Cerutti, ambas muy preocupadas por las desapariciones que venían sucediéndose. Al percibir que eran vigiladas decidieron separarse y al llegar a inmediaciones de la plaza España, Norma confirmó que dos policías andaban tras ella por lo cual se escondió durante horas en una obra en construcción. El episodio no es menor porque meses después, tras una violentísima sesión de torturas en el D2, reconocería a uno de los individuos.
La mañana del 23 de noviembre de 1.976 fue interceptada en calle Paso de Los Andes cuando se dirigía a la Facultad. Dos policías de civil hicieron explícita la inteligencia previa dado que pronunciaron su nombre antes de exigirle el documento. Otros dos la tomaron de atrás y la subieron a una Rural 125 color crema. Tuvo la sensación que el área había sido despejada ya que no se veía un alma en la calle. Al cruzar los portones del parque San Martín le arrancaron una medalla, la tabicaron y amenazaron con que iba a pasar mucho tiempo en Papagayos.
La ingresaron al D2 por el estacionamiento y la forcejearon para tirarla “al sótano con la cabeza o con los pies”. Abajo “había otras presencias” y alguien dijo “la trajeron”. La desnudaron a tirones, la acostaron en un camastro, ataron sus piernas y un “doctor” le tomó la presión. El interrogatorio incluyó la aplicación de electricidad sobre “la vagina, los pechos, los pezones y la boca”. Además del médico -que ante su desmayo indicó: “basta que esta pendeja se les va”- percibió la presencia de “Mechón Blanco”, de “alguna autoridad a quien le decían señor” y de uno de sus perseguidores en la cita de abril. “Esta pendeja es la que se me escapó”, dijo entonces el agente. Ella comenzó a gritar por el pánico y al taparle la boca le mordió la mano, dejándole los dientes marcados. Entonces el torturador intentó ahorcarla con un cinturón o una soga. Explicó Norma: “Ellos gozaban con ese sadismo, mucho de lo que preguntaban no tenía que ver con lo político sino con lo sexual y otras depravaciones”.
Luego la subieron a una celda y la amordazaron con un trapo sanguinolento que la hacía babear, la maniataron y tiraron a un colchón boca abajo, siempre con la vista tapada. Las condiciones de indefensión eran absolutas, los guardias entraban y la molían a patadas y bamboleaban su cabeza contra las paredes. También refirió el manoseo en el área de baños de parte de uno de los represores, joven y rubio, luego de que se quiso suicidar tomando agua del inodoro tras la picana. Por la noche sintió la “vocecita de alguien en el calabozo de al lado” que la tranquilizó y le dijo que no estaba sola. Al otro día arreciaron los castigos y así le hicieron firmar unos cuantos papeles.
Tiempo después le quitaron las ataduras y el trapo y pudo ver a Laura Marchevsky y Rubén Rizzi en su paso fugaz por el D2. Entonces se quedaron solas con Rosa del Carmen Gómez, a quien “Mechón Blanco” encerró una noche en una celda contigua a la suya para abusarla. Días después el centro clandestino “se llenó de pronto” y llegaron Ciro Jorge Becerra, Alfredo Hervida, Oscar Enrique Krizizanovsky y Miguel Ángel Rodríguez, “todos en muy mal estado” porque “se los llevaban a la noche y los traían medio muertos”. Ella estaba en la celda 4 y Rodríguez en la de enfrente, por eso grabó su mirada a través de la mirilla ya que se comunicaban por lenguaje de señas. También recordó su respiración como “estertores de la muerte”. La tortura psicológica tampoco les fue escatimada: Rodríguez vivía perturbado por la amenaza constante de que los “iban a tirar a todos al Carrizal”, en tanto que a Norma le hacían la macabra descripción de su padre y cómo iban a torturarlo.
El “punto límite” del horror experimentado por Norma fue cercano a la navidad de 1.976. Una mañana reconoció la voz de su hermano entre la de otros prisioneros. Explicó: “Es indescriptible saber que un ser querido está pasando por eso”. Ante su desesperación aparecieron “Mechón Blanco” con otro y con el “rubio que se hacía el simpático”. Luego de golpear su cabeza contra las paredes él le dijo: “Se acabó la señorita, salí, ahora voy a hacer lo que se me dé las ganas con vos, vos sos nada, sos como un perro”. Con el llanto quebrado por el horror, Norma recordó el “gesto inolvidable de Jorge Becerra”, que entonces comenzó a gritar y patear para llamar la atención del acosador. La paliza a continuación para ambos fue tremenda pero ella considera ese acto como algo muy humano en medio del infierno”.
Jorge Becerra sufría convulsiones porque era epiléptico y tenía una pierna enyesada. Miguel Ángel Rodríguez refirió cómo se ensañaron con él y confirmó los castigos generalizados para navidad, y en particular el episodio contra él y Norma. Dijo ella en relación a las “situaciones espantosas” de Jorge y de su hermano, a quien tuvieron secuestrado durante 24 horas: “Sentía como que me estaba ahogando en una pileta llena de sangre, lo que estaba viviendo no era verdad, yo estaba como muerta pero con los ojos abiertos. Ese era el infierno que vivió ese grupo humano. A Isabel Nuñez -oriunda de General Alvear- la tuvieron encerrada con su beba de pocos días y no podía amamantarla por las torturas. La leche se le había cortado. Esta gente mal entrazada, sucios y olorosos, no tuvieron límites ni con una mujer que acababa de parir y su beba que lloraba de hambre”.
Norma Graciela Arenas sobre los límites del horror en el D2, la detención de su hermano y el gesto de Jorge Becerra, 28 de octubre de 2.014. Emitido en “Tan Gente”.
La Navidad de Oyarzábal y la resistencia de una familia
ngares2La familia de Arenas supo de su desaparición por quienes vivían en la pensión de calle Rufino Ortega. Por parientes de Elbio Belardinelli, otro rivadaviense que había sido secuestrado con anterioridad, supieron que estaba recluida en el D2. Su madre, “una ama de casa que apenas sabía leer y escribir y de golpe se encontró con esa situación tan superadora”, pudo verla recién un mes después del secuestro, en fechas próximas a las fiestas de fin de año. La familia fue conducida al D2 por Manuel Di Lorenzo, un tío adinerado de Rivadavia. En el ingreso al Palacio Policial el tío se cruzó con el subjefe del D2, Juan Agustín Oyarzábal, que también vivía en el departamento esteño, y les prometió una visita para Navidad. Antes, en la Guardia, el policía que los atendió “se tocó los genitales y sacó el arma como incitándolos a que se atrevieran hacer algo”.
La visita “otorgada” por Oyarzábal fue “muy fugaz” y traumática. Recordó que estaba “muy adelgazada, sucia y desgreñada por las condiciones infrahumanas” y que su madre recibió su ropa ensangrentada. Las mujeres fueron sentadas en escritorios enfrentados mientras dos policías a cada lado les apuntaban. Cuando la mamá descubrió la marca que tenía en el cuello por el intento de ahorcamiento al que fue sometida, estalló en gritos. En tanto, los policías se burlaban del padre porque padecía sordera. Con los años, Norma supo que en retribución de aquel “favor”, su tío obsequiaba una caja de vino cada fin de semana a Oyarzábal. Esto duró años.
Respecto al secuestro de su hermano mayor, la víctima reconstruyó que estudiaba en La Plata y trabajaba en la Petroquímica Mosconi. Al desaparecer ella, retornó a Mendoza. Un grupo de tareas lo capturó en la casa familiar en Rivadavia, tras golpearlo en su habitación ante la desesperación de su madre y el “gesto de amor” del hermano más pequeño, de 15 años, que pidió a los represores que se lo llevaran a él. El perro de la familia fue a buscar al padre que apareció corriendo y arrojó un hacha al móvil con los secuestradores “porque no podía perder más hijos”.
Fue su madre, Bernarda Velásquez, la que hizo todas las averiguaciones posibles por su destino. Ni siquiera se amilanó cuando en vísperas de Navidad casi fue arrestada por el general Maradona en el Comando de Comunicaciones de Montaña, luego de golpear la mesa ante las mentiras del militar. Uno de los momentos más fuertes del testimonio de Norma fue cuando el fiscal Daniel Rodríguez Infante le hizo reconocer la firma de su madre en un habeas corpus presentado hace 38 años. “¡Qué orgullo me da mi madre! Pensé que no lo había podido hacer”, dijo sorprendida. Y agregó que “esas prácticas que parecen habituales son sumamente complejas para quienes estamos afuera del Poder Judicial”.